miércoles, 30 de mayo de 2007

muchedumbre

Esta democracia es una farsa. Una burda mentira. Una estructura formal y consentida irracionalmente so pena de fascismo. Una marioneta legalizada para que los hilos invisibles sigan en las manos de siempre. Una comedia representada por una partitocracia insolente, profesionalizada y esclava de los que nadie conoce. El poder real no reside en el pueblo. Es metafísicamente imposible. Porque el pueblo no existe. Y una democracia sin pueblo es sólo poder. Una democracia sin pueblo no es democracia.

Blas Infante distinguía entre pueblo y muchedumbre. El pueblo se compone de ciudadanos. La muchedumbre de habitantes. El pueblo tiene conciencia. La muchedumbre, no. El pueblo es minoría en cualquier pueblo. La mayoría, muchedumbre. Agua estancada de un pantano que respeta atemorizada la autoridad del dique. Son los hilos invisibles quienes deciden cómo, cuándo y cuánto se abren las compuertas. Agua salvaje que obedece domesticada. A la minoría corresponde abrir nuevas brechas de salida para encauzar a la muchedumbre y convertirla en pueblo. Peligro. Los pantanos se vacían. Y el agua se conciencia de su poder inconsciente.

No es casualidad que el censo electoral se someta al padrón de habitantes y no al de ciudadanos. A esta democracia hueca no le interesa formar a sus clientes. Le conviene mucho más repartir las paredes, el tiempo y las farolas entre sus escasos proveedores. Pero el pueblo existe. Esa es la verdad. Y a veces se abren vetas como puños en las presas. Y el agua sale por donde no se quiere. Y ahoga. Y riega los campos secos. Y provoca primaveras sobrevenidas. Hoy es primavera todavía. Pero soy pesimista. Porque hace demasiado tiempo que esta tierra que fue alma de pueblo, sólo es carne de muchedumbre.

Infante decía que aquellos que son tratados como bestias sólo instintos pueden sustentar. Decía que hay que estar siempre en guardia contra el enemigo común, el actual secuestro de la tierra, causa de todas las calamidades sociales. Creía en la democracia directa y popular. Creía en el poder del pueblo. Creía en la patria ciudadana. En el universalismo desde el respeto a las diferencias. Decía que los partidos políticos actuales no responden hoy a las exigencias del pueblo. Creía en la soberanía social. En que a pesar de las depresiones inherentes a toda colectividad, el ideal humanitario terminaría haciendo realidad la utopía de la convivencia entre las culturas y los pueblos. Intuyó que la crisis europea no era ni política, ni económica sino humana, una crisis de humanidad. Creía en la revolución pedagógica permanente para superarla. Decía que por encima de todos los estados políticos, el estado natural del ser humano era el de su libertad. Y a fuerza de tanto decir, le callaron la boca de un disparo.

Hoy votan a la vez pueblo y muchedumbre. Y ganará la última. Como siempre. Yo creo firmemente en la democracia. Por eso pertenezco al pueblo. Que igual no vota. O lo hace en blanco. O por cualquiera de las opciones minoritarias o mayoritarias. Que más da. En las estadísticas lo que el pueblo haga hoy, se verá sepultado por lo que haga la muchedumbre.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Los números de hielo

La semana pasada murieron más de cien personas en la carretera. Casi las mismas que en los trenes de Atocha. Que caídas de los andamios. Cuatro veces más que por violencia de género. Terror sin terroristas. Atentados no reivindicados por nadie. Víctimas anónimas en las columnas de los periódicos. Muertos sin esquelas en los telediarios. Números de hielo que se derriten al sol de las próximas vacaciones. Que sólo importan a los encargados del registro civil y de la póliza de seguros.

Yo conocí uno. Pertenecía a una mujer. Joven. Casada. Embarazada de cuatro meses. La cabeza se le abrió como una granada podrida. Dormía en el asiento de atrás. Llovía. Era noche cerrada. El coche derrapó en una curva. Quedó atravesado en mitad de la carretera. El que venía detrás no pudo esquivarlo. Bam. Un golpe seco a la altura del conductor. En su puerta. Saltaron los airbags y le salvaron la vida. A ella no. Murió en el acto. Fue como arrojar una jaula por las escaleras. Con el pájaro dentro. Ya cadáver. Conservo su nombre en mi móvil y no me atrevo a borrarlo para no matarla dos veces. Su marido también es amigo mío. Y le quiero. Y quiero que jamás olvide lo mucho que vivió con ella. Para ser mejor persona todavía. Su coleta dorada. Sus ojos agua. Su boca fácil. Siempre abierta al perdón y a la vida. Donó todos sus órganos. Ahora laten en otros cuerpos no marchitos. Y ella en mi cabeza. La edad media de las lápidas de alrededor no bajaba de los 80. Ella poco más de 20.

Disparo. Cuchillo. Velocidad. Lluvia. Drogas. Niebla. Veneno. Alcohol. Metralla. Qué importa el medio. Si de verdad no se quiere que nadie muera acuchillado habría que prohibir los cuchillos. Y si nadie debe morir en la carretera que se prohíban los coches. Así de fácil. Me enteré del accidente en Tánger. Allí se conduce con el culo. Las rotondas parecen rehalas de hormigas sin rumbo. Un caos. La gente se cruza por cualquier parte. Los niños se cuelan por debajo de los camiones con matrícula extranjera. Pero apenas hay accidentes. Porque todos saben y respetan que el ser humano tiene preferencia sobre las máquinas. Y porque hay controles policiales cada 20 kilómetros. Con radares como faros. En Francia ocurre otro tanto. Y en Alemania. Y en Libia. Y en Colombia. Y en todos los países donde la administración no hace negocios con la sangre de la carretera. Indecente. Indecente. Indecente. No hay juego más macabro que intentar equilibrar los gastos que generan los muertos con los ingresos de las multas que pagan los vivos.
Él está vivo. No pudo ir al entierro de su esposa. Lo ataron a la cama. Su hermano se despidió por él. Con el móvil. La voz prestada. Y la firmeza de un soldado anémico. Se desmayó en mitad de la misa. Solidariamente. En huelga. Negándose a respirar el aire intruso que debía estar respirando ella. Yo conocí uno de los cien números de hielo. Ahora agua de lluvia. Que anega los campos y las caras limpias. Y los baches. Y las señales equivocadas. Y los radares ocultos. Y los arcenes sin señalar. Y los coches oficiales. Y la vida.

lunes, 7 de mayo de 2007

Premonición

Los musulmanes se saludan con la mano derecha en el corazón y la palabra “salam”. Salam quiere decir Paz. No hay diálogo entre musulmanes que no comience con el deseo recíproco de paz. Y paz es lo que pido desesperadamente antes de sacar las cosas de quicio. Alguien ha publicado que conversos españoles se proponen construir en Córdoba con dinero saudí una mezquita a modo de Meca europea. Para quienes todavía profesamos la religión del sentido común, suena a disparate. Una inocentada. Lo malo es que todavía queda semana y media para el 28 de diciembre. La noticia tiene toda su mala intención. Reconozco que la jugada es maestra. Maquiavélica. Hace unos días el obispo de Bilbao alentó la convivencia íntima de culturas dentro la Mezquita de Córdoba. Eso dijo. Y esa es la verdad. Pero es tan hermosa que hay que acabar con ella. Y la mejor manera de hacerlo consiste en alentar el miedo del islamismo y colocarlo a la altura de las parcelaciones ilegales de Medina Azahara. Quizá con el pánico al integrismo accedan al plan BIC y desalojen por fin la zona. No hay mensaje de paz que no sea respondido desde las estructuras de siempre con un tsunami de intolerancia y xenofobia. La primera consecuencia de esta estrategia perversa consiste en la exterminación de las zonas de opinión intermedias. La prensa se ve obligada a preguntar a los representantes de unos y otros, a obispos y juntas islámicas. ¿Y a mí quién me pregunta?

Criticar a la Iglesia no es terrorismo

No voy a opinar. Intentaré ser escrupulosamente aséptico al describir los hechos. Igual que el alcohol sobre las heridas.
Andrea Rivera es músico. Para cierta prensa, cómico. Humorista. Comediante. Payaso. Ningún medio de comunicación lo llama intelectual. Durante el concierto celebrado en Roma el primero de mayo, Rivera criticó a la Iglesia Católica por negarse a dar sepultura religiosa a Piergiorgio Welby, un tetrapléjico a quien un médico le practicó la eutanasia en diciembre de 2006. El Vaticano le privó de su derecho como católico practicante por pedir a gritos la muerte mientras yacía en la cama con distrofia muscular. Hizo apología de la eutanasia. Eso dijeron. Avivado por los aplausos de unas cuatrocientas mil personas, Rivera elevó el rango del criticado y añadió: "El Papa dice que no cree en la teoría de la evolución. Estoy de acuerdo: la Iglesia nunca evolucionó. No soporto saber que el Vaticano le negó a Welby el entierro y no hizo lo mismo con dictadores como Franco o Pinochet". Un hecho objetivo. Incontestable.
Pero la Iglesia contestó. A través de su periódico oficial. Con estas palabras: “Criticar a la Iglesia es terrorismo”. No es la primera vez que la Iglesia Católica demoniza a quien no comparte sus opiniones. Antes los mandaba a la hoguera. Ahora los llama terroristas. Y se queda en paz. La clase política italiana vive en Italia. En Italia vive la Iglesia Católica con rango de Estado medieval. Y antes de correr el riesgo de ser acusados de cómplices de terrorismo, los políticos prefieren callar, seguir comiendo del pesebre y cortar la soga por la parte más débil. Calma, pidió Romano Prodi. La derecha incendió el debate sacando a colación a las brigadas rojas. Sólo Dario Fo salió en defensa del músico argumentando que el derecho a la sátira es una de las múltiples caras de la libertad de expresión. Es premio Nobel y puede hacerlo. Los demás sólo somos humanos. Carne del infierno. Italia se autodenomina república democrática. Sin embargo, el poder real no proviene del suelo sino del cielo. En Roma. Y en Córdoba. Un hecho objetivo. Incontestable. Y si no que se lo pregunten a Leo Bassi y a las más de trescientas personas que tuvieron la fortuna de disfrutar de su lucidez en el Palacio de Congresos. Enhorabuena a los organizadores. Leo Bassi también es comediante. Un intelectual.
Hace unos meses escribí un artículo criticando el reconocimiento a la duquesa de Alba como Hija Predilecta de Andalucía. Lo titulé “El insulto de la duquesa”. Esta semana ha sido condenada judicialmente por insultar a unos jornaleros. Andaluces, por supuesto. ¿Cómo puede ser hija predilecta de este pueblo una duquesa que lo insulta? No voy a contestar. Me limitaré a describir un hecho tan sangrante como objetivo: no se atreverán a quitarle tan inmerecido reconocimiento. Cortarán por la parte más débil. La culpa la tuvieron los jornaleros por encender a la pobre duquesa y luego denunciar sus insultos. Y del terrorista Andrea Rivera por crispar al redactor del Osservatore. Y de todos los que se atreven a moverse donde nadie se mueve.