sábado, 30 de junio de 2007

Todos los nombres

El pasado jueves se presentó en la Casa Sefarad de Córdoba el proyecto para la recuperación de la memoria histórica “Todos los nombres”. 30 personas. 30 conciencias. Ningún político.

“Todos los nombres” son unos pocos. Un puñado de personas comprometidas que decidieron crear un banco de datos sobre los desaparecidos y represaliados durante la guerra civil y el franquismo. Sí, son unos pocos. Los encontrados y los que encuentran. Pero actúan como la mecánica de los gases: ocupando todo el espacio y presionando la única salida. La verdad. Cada vez son más. Los encontrados y los que encuentran. Y no pararán hasta matar la utopía. Porque a pesar de los chantajes de quienes profesan el pesimismo antropológico (homo fallens), las utopías no han muerto todavía.

Por definición, utopía es el plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación. Existen dos clases de utopías: las denominadas “utópicas” o imposibles de realizar en ningún caso; y las “políticas” o capaces de generar esperanza en su consecución futura. Las primeras no provocan revoluciones sociales porque nadie se mueve en balde; las segundas, sí. “Todos los nombres” pertenece a estas últimas. Una utopía política en cuanto que alcanzable y esperanzadora

Las utopías mueren cuando se mata la esperanza. La gente abandona la trinchera cuando sabe a ciencia cierta que no conseguirá ni ahora ni nunca aquello por lo que luchó. Es tan mala esa muerte que mejor no haber nacido. Conozco a cientos de pesimistas que perdieron la fe por el camino. La mayoría. Son muy pocos los consiguen conciliar el fracaso social con el triunfo de la actitud y de la conciencia. Los olvidados. Los que no tienen nombres en las calles pero sí en los recodos del corazón. Afortunadamente, también existe una causa de muerte buena: la consecución de aquello que parecía imposible. Yo creo en las utopías políticas porque creo que merece la pena morir por ellas. Como ésta. Algún día llegaremos a conocer todos los nombres. Y no precisamente gracias a la administración pública, sino a la sociedad civil. Motor y verdugo de las utopías.

Yo llegué a esta iniciativa por “causalidad”. Como casi todo lo que nos ocurre en la vida. En uno de mis artículos hablaba de la libertad como la única bandera por la que murieron los españoles en Mathaussen. Un lector de Montalbán se puso en contacto conmigo para decirme que un paisano suyo era el último sobreviviente andaluz de ese campo de exterminio. Se comprometió en llamarme cuando aquel volviera de Francia para las fiestas de su pueblo. Cumplió su palabra, lo conocí y conté la experiencia del encuentro en otro artículo. El historiador Ángel del Río lo leyó por internet y me pidió su dirección en París. Ahora su nombre es uno más de los nombres.

Durante la presentación del proyecto, Francisco Moreno Gómez denunció elegantemente la desmemoria de los gobiernos cordobeses de “izquierda”. Con razón. Nadie ha hecho en la capital lo que él si hizo en Villanueva o mi abuelo Antonio “El Carbonero” en Almodóvar. Y esa incoherencia es la que enferma de muerte mala a las utopías. 30 personas. 30 conciencias. Ningún político.

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