miércoles, 9 de mayo de 2007

Los números de hielo

La semana pasada murieron más de cien personas en la carretera. Casi las mismas que en los trenes de Atocha. Que caídas de los andamios. Cuatro veces más que por violencia de género. Terror sin terroristas. Atentados no reivindicados por nadie. Víctimas anónimas en las columnas de los periódicos. Muertos sin esquelas en los telediarios. Números de hielo que se derriten al sol de las próximas vacaciones. Que sólo importan a los encargados del registro civil y de la póliza de seguros.

Yo conocí uno. Pertenecía a una mujer. Joven. Casada. Embarazada de cuatro meses. La cabeza se le abrió como una granada podrida. Dormía en el asiento de atrás. Llovía. Era noche cerrada. El coche derrapó en una curva. Quedó atravesado en mitad de la carretera. El que venía detrás no pudo esquivarlo. Bam. Un golpe seco a la altura del conductor. En su puerta. Saltaron los airbags y le salvaron la vida. A ella no. Murió en el acto. Fue como arrojar una jaula por las escaleras. Con el pájaro dentro. Ya cadáver. Conservo su nombre en mi móvil y no me atrevo a borrarlo para no matarla dos veces. Su marido también es amigo mío. Y le quiero. Y quiero que jamás olvide lo mucho que vivió con ella. Para ser mejor persona todavía. Su coleta dorada. Sus ojos agua. Su boca fácil. Siempre abierta al perdón y a la vida. Donó todos sus órganos. Ahora laten en otros cuerpos no marchitos. Y ella en mi cabeza. La edad media de las lápidas de alrededor no bajaba de los 80. Ella poco más de 20.

Disparo. Cuchillo. Velocidad. Lluvia. Drogas. Niebla. Veneno. Alcohol. Metralla. Qué importa el medio. Si de verdad no se quiere que nadie muera acuchillado habría que prohibir los cuchillos. Y si nadie debe morir en la carretera que se prohíban los coches. Así de fácil. Me enteré del accidente en Tánger. Allí se conduce con el culo. Las rotondas parecen rehalas de hormigas sin rumbo. Un caos. La gente se cruza por cualquier parte. Los niños se cuelan por debajo de los camiones con matrícula extranjera. Pero apenas hay accidentes. Porque todos saben y respetan que el ser humano tiene preferencia sobre las máquinas. Y porque hay controles policiales cada 20 kilómetros. Con radares como faros. En Francia ocurre otro tanto. Y en Alemania. Y en Libia. Y en Colombia. Y en todos los países donde la administración no hace negocios con la sangre de la carretera. Indecente. Indecente. Indecente. No hay juego más macabro que intentar equilibrar los gastos que generan los muertos con los ingresos de las multas que pagan los vivos.
Él está vivo. No pudo ir al entierro de su esposa. Lo ataron a la cama. Su hermano se despidió por él. Con el móvil. La voz prestada. Y la firmeza de un soldado anémico. Se desmayó en mitad de la misa. Solidariamente. En huelga. Negándose a respirar el aire intruso que debía estar respirando ella. Yo conocí uno de los cien números de hielo. Ahora agua de lluvia. Que anega los campos y las caras limpias. Y los baches. Y las señales equivocadas. Y los radares ocultos. Y los arcenes sin señalar. Y los coches oficiales. Y la vida.

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