lunes, 11 de junio de 2007

El asesinato de la verdad

Estrenamos pupitre en enero de 1979. Durante los anteriores años de colegio, aprendimos caligrafía sorteando los surcos de la tarima. Raro era el dictado que no terminaba con un par de agujeros en el cuaderno. Las mesas sólo se mantuvieron limpias esa tarde. A la mañana siguiente, mi compañero descapuchó siete cariocas y se entretuvo en rotular arco iris surrealistas en todos los bancos. Menos en el suyo que también era el mío. La coincidencia y mi silencio me costaron un cero en lengua y una humillación inolvidable. El maestro nos entregó un paño mojado para limpiarlos. Toda la clase esbozó la sonrisa instintiva que provocan las desgracias ajenas. El maestro sabía que estadísticamente uno de los dos era inocente. Así que en lugar de multiplicar por dos la culpa, dividió por mitad la inocencia. Y en un gesto de rebeldía animal agarró los cariocas y pintó también nuestra mesa. Mal ejemplo. Le pudo el corazón a la cabeza. Para aliviarme la vergüenza, me levantó el castigo. Normalizó lo ilegal. A los pocos días, los trazos de colores se convirtieron en cárcavas de un centímetro de profundidad. Sin duda, fue la mejor lección de ética que recibí en el colegio. Y además me sirvió para no olvidar la destreza infantil de escribir y esquivar a la vez.

La verdad no es una cuestión moral sino matemática. No está mal ensuciar pupitres: depende de cuántos estén sucios. Si están todos menos uno, el limpio es inmoral. En eso consiste el asesinato de la verdad del que hablaba Braudillard: en acusarla de inconveniencia. Mentira es todo aquello que no conviene a la mayoría aunque sea cierto. Cuando los intereses convergen en una sola dirección, por inmoral que sea, la verdad muere y con ella todos los que se atrevan a defenderla. Los políticos profesionales asesinan la verdad con cruel perfección. Utilizan como contexto y excusa la democracia. Por ejemplo, han normalizado la abstención y el bipartidismo. En lugar de flagelarse por el monstruo social que están fabricando, los políticos presumen de ciudadanía modélica porque votamos pocos y a pocas opciones. Todo lo contrario que afirmaban en los albores de la transición. Ahora ya somos como los yanquis. Una democracia ejemplar. Y si después hacen lo que les viene en gana, que nadie les reproche: haber votado.

El problema es grave porque lo normal no es normal y además peligroso. Las mayorías sociales no son permeables al conocimiento político. No quieren saber y menos la verdad. ¿Y cuál es la verdad? Una tendencia imparable al bipartidismo en aquellos territorios sin un tercero incluyente o una fuerza política nacionalista: provocada por las dos grandes marcas políticas, vacías de contenido ideológico salvo algunos estereotipos y la demonización del opuesto; consentida por la izquierda de la izquierda, que ha renunciado a su discurso alternativo para instalarse en el cómodo sillón del poder subsidiado; y confirmada por una abstención desencantada e indolente que terminará por ensuciar todos los pupitres menos uno. Si fuera el mío, les prometo que esta vez no dejaré a nadie que me lo manche.

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