sábado, 30 de junio de 2007

La era de los instintos

Jamás lo había contado. A nadie. Por respeto. A todos. Era muy temprano. Invierno. De los de antes. Cuando la mañana dolía en la cara. El aire se descomponía en un enjambre de agujas que te dejaba los pómulos como acericos. Yo me cubría con la bufanda hasta los ojos. Apenas podía escuchar. Por eso aquella anciana me golpeó la espalda. Me tomó del antebrazo y me llevó hasta el zaguán de su casa: “mi marido se ha caído de la silla de ruedas”. Estaba tirado en el suelo en un decrépito escorzo. Frente al televisor apagado. A un palmo de una “interviú” abierta de piernas. Con semen en la mano derecha. En el estómago. Y en el pijama. Mi debilidad física es inversamente proporcional a mi capacidad de asombro. No moví un músculo de la cara. Por el contrario, tuve que emplear los del resto de mi cuerpo para sentar al viejo en la silla de ruedas. No levantó los ojos del suelo. Como si se hubiera quedado absorto en la sombra de su vergüenza. Gracias, me dijo él. Gracias, me dijo ella. Los dos han muerto.

Decía Aristóteles que la mente es lo divino del hombre. Y yo digo que el corazón es lo humano de dios. El hombre lleva jugando a ser dios desde que es hombre. Pero nunca como ahora de una manera tan desalmada. Tan fáustica. El hombre contemporáneo ha normalizado la venta del alma al diablo para conseguir lo que desea. Y cuando al fin lo tiene, quiere más porque no tiene alma para disfrutarlo. Éste es el fundamento del absolutismo de mercado. Del liberalismo político y económico. La perpetua insatisfacción. Uno es aparentemente más feliz mientras más tiene. Y mientras más tiene, más desea. Y mientras más desea, más infeliz. Y así, hasta la depresión. Con el agravante de haber asumido socialmente esta conducta como la correcta.
Europa empezó a pensar con el averroísmo. Que no con Averroes. Llámese averroísmo a la lectura manipulada que hizo la Sorbona de sus traducciones aristotélicas, para designar a la razón como única fuente del conocimiento. Extirpando lo sensorial de los manuales de filosofía, la Iglesia consiguió el monopolio de la gestión de las almas. Sentir fuera de los cánones era pecado. El siglo de las luces sirvió para conceder el poder y la razón al “pueblo”. Y el siglo XX para animalizarlo. Europa, que ya había dejado de sentir, dejó de pensar. Pasamos de la era de la razón a la era de los instintos. Y el primer síntoma de bestialización fue la indolencia ante las catástrofes humanas de la guerra civil española y las dos guerras mundiales. El corazón y la cabeza abdicaron frente al dolor ajeno. Los veterinarios llaman a esa patología instinto de conservación. Creo sinceramente que nos hallamos inmersos en una época de inversión ética, peligrosa por aceptada, donde lo moral está peor visto que el sexo y las drogas. Que nadie me tome por puritano. Nada más lejos de la realidad. Yo entiendo a ese viejo que se cayó al suelo. Las imágenes codificadas de porno tienen más audiencia que el debate parlamentario sobre el estado de Andalucía (0,8 %, apenas 5000 personas). Pero creo más en la actitud de la esposa que amaba a ese viejo más allá del esperpento y de la infidelidad mental. Y reivindico esa conducta como motor político para movilizar las almas de esta sociedad indolente. Porque me temo que las conciencias ya están echadas a perder.

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